Análisis

El Discurso II de El Censor contiene una historia de “un Eclesiástico, Dignidad de una Iglesia” que trae un mono como sirviente. El tono absurdo de esta historia se advierte como sátira, por lo extraño que resultaría ver alguien con un mono como su sirviente: “el Pueblo lo tenía por una extravagancia” (II 29). Al enfocarse en el mono, el autor dice que aunque hay un problema con su apariencia ahora, con poco esfuerzo podrían ver “calles llenas de monos tan bonitos, tan chulos, tan graciosos, que sea un embeleso verlos” y que “con mucha facilidad podríamos tener monos más blancos y rubios que el carmín y el armiño” (II 42 y 32). También se refiere a las jerarquías naturales entre las especies, con los humanos encima de (y más importante que) los monos, cuando escribe del acto de servir, diciendo que “no hay duda que la naturaleza, dotó á estos animales de tal sagacidad y de tan oportuna figura, que muy poca instrucción será bastante para poner al menos hábil de ellos en estado de desempeñar con perfección todas las funciones á este igualmente arduo que útil empleo” (II 30). Esas referencias al color del pelo y de la cara de los monos, en combinación con estrategias retóricas asociadas con jerarquías  naturales, apoyan una interpretación del mono como una referencia a la esclavitud, porque los esclavos africanos tenían, en su mayoría, pelo y piel más oscuro, y eran considerados por las clases altas, como argumentaba Sepúlveda, “naturally inferior beings… evidenced by their practices of cannibalism, human sacrifice, and idolatry” (Muck y Adeney 102). Esta inferioridad presupuesta y establecida por los sistemas socio-económicos y políticos de los imperios europeos creaba un ambiente de dificultad para argumentar en contra la esclavitud.

Parece tan hiperbólico decir, como hace el Discurso II más tarde, que el uso de monos así arreglaría todos los problemas de la sociedad, y que “son tantas las conveniencias que hallo en este invento, quanto mas le examino, que no dudo que todos aquellos de mis compatriotas, que saben apreciar las cosas, me darán las gracias por habérselo comunicado” (II 41), que se convierte en una crítica de la idea de esclavitud como la manera de arreglar los problemas de la sociedad. Lo interesante de este pasaje específicamente es la manera en que trata la religión y el eclesiástico en cuestión. Aunque nunca critica directamente a este eclesiástico, critica la idea de usar sirvientes después de presentar este eclesiástico con su sirviente, y, además, después de decir que a “individuos [de la iglesia] precisa la costumbre á no salir sin lacayo á la calle” (II 29). Con este marco, el autor indica que los eclesiásticos se comportaban de manera ridícula, mientras que parece alabar a la gente de la iglesia con palabras tan grandiosas como “sobre todo la experiencia de nuestro Eclesiástico, que se hallaba tan bien servido, como pudiera del mozo más galán, más robusto, y más advertido, bastaría para quitarnos toda duda si pudiera haberla en el asunto” (II 31). Este humor hiperbólico indica una falta de agradecimiento con la iglesia que, de la perspectiva de alguien tradicionalmente religioso, todavía se puede leer como algo serio: porque ¿si la religión no merece hipérbole con un tono serio, qué lo merece?

Como si no fuera suficiente, se refiere al mono (y por eso a los sirvientes y esclavos de las clases altas) como “muebles”, quitándoles de su humanidad. Esta crítica está en sintonía con las ideas de ocio que propone Robert Francisco Delgadillo, cuando se refiere al sentimiento prevalente que se refería al “commerce as the occupations of Muslims and Jews”, mientras que las personas de las clases altas que se llamaba cristiana, por su ociosidad, fueron peores “cristianos” que los que no lo eran (los moros y judíos), pero que trabajaban (Delgadillo 189).

Esta investigación del ocio continúa en los otros discursos. En el Discurso IV, el artículo da un ejemplo de un hombre que no trabajaba, pero que se veía como un hombre cristiano devoto. Este “Eusebio” “se vé así libre de aquellos malos deseos” que ve en otras personas (IV 59). Él piensa que si no puede hacer nada, claro que tampoco incurrirá en una mala acción.  El argumento que ven C.C. Barfoot y Theo d’Haen en este discurso, es que esa “piedad falsa” en combinación con el ocio es un pecado que no se puede anular por la virtud mental, critica directamente de la gente de las clases altas, pero no a los eclesiásticos o a la religión. Además, este Discurso presenta como hecho las presuposiciones delineadas por la fundación de la religión. Por ejemplo, cuando dice que “una vida ociosa, e inútil á los demás hombres es la cosa más opuesta al carácter de un verdadero Cristiano,” presenta el ocio como la raíz del pecado y un tipo de amor a sí mismo, en contraste con el amor hacia los vecinos como fundamental y bueno (II 57). Por eso no fue fácil censurar por razones religiosas este artículo de El Censor.

El tercer artículo, que empieza “Es máxima, que apenas dexa de inculcar en alguno de sus Sermones un piadoso , y eloquente Orador de nuestros tiempos, que una vida ociosa e inútil no puede estar exenta de pecado grave, aunque tal vez no se pueda señalar la ocasión, las circunstancias , el cómo, o el quando se cometió,” se construye en contra un orador específico, y por eso sería mucho más fácil de censurar por razones religiosas (X 146). No obstante, el argumento que presenta, que es “evidente que el desperdicio de un bien, quiero decir, el inutilizarlo, el perderlo, o por explicarme así, el aniquilarlo, es por sí mismo un pecado,” es fundado en principios cristianos (X 149). Cree un argumento que tiene como su raíz una interpretación específica de las Sagradas Escrituras, que mantiene la confusión en la parte de las censuras oficiales sobre quién tenía la interpretación correcta de la fe católica: un orador específico o los críticos publicados que ya tenían material religioso aprobado. Con argumentos como “el Hijo de Dios no vino á enseñar una doctrina, que destruyese la Sociedad, que es una obra de Dios mismo,” es difícil argumentar que no se debía publicar esta crítica (X 158).

No obstante, la faceta más importante en este tercer artículo no es la estructura de los argumentos que prevenía su censura, sino el contexto que da a los discursos que venían antes. La crítica de alguien que usa un sirviente, recontextualizada con un crítica directa en contra el pecado del ocio, accidental o no, provee una crítica directa a las personas que usaban los sirvientes. En este contexto, no importa si el lector cree la historia del primer discurso: alguien como Eusebio, que, por la ociosidad y sus sirvientes, pierde su tiempo y el tiempo de otros, pierde un bien y hace un mal. Por eso, la crítica del primer artículo, suficientemente velado en su sátira que se podía publicar, se convirtió por contexto de los siguientes artículos en una crítica irrefutable.